LA PELEA

    Las cosas se pusieron mal abruptamente. El trío de amigas, Silvina, Mónica y yo, habíamos disfrutado de un paraíso de amistad que se reveló breve. Las tres estábamos divorciadas, y nos alegraba juntarnos a hablar de nuestras cosas: los hijos, el trabajo, y esos hombres machistas, faltos de sensibilidad, incultos, falaces y flácidos que habíamos dejado atrás, por suerte. Nos encontrábamos a tomar café y a charlar, mancomunadas en esa experiencia. 
    Silvina fue la primera traidora. Le empezó a gustar un señor que cantaba con ella en el coro de música barroca. El trío se aglutinó alrededor de esa ilusión, y así stalkeamos, invadimos, rastreamos estado civil, vivienda, hijos, trabajos, y todos los datos del señor que, finalmente, resultó ser muy elusivo al nuevo amor, y fiel a su matrimonio de más de 25 años.
    A partir de ahí, los encuentros de café incluyeron a un monstruo más para ser analizado, porque las barbaridades de quien se somete a la rutina y no es capaz de abrirse a lo nuevo también merecen ser observadas minuciosamente. Silvina lloró mucho, su cintura del mismo diámetro que a los dieciocho y su voz como contando secretos necesitaban un abrazo más recio que el nuestro.
    Las tres éramos docentes en una escuela secundaria. Mónica y Silvina enseñaban literatura, y sostenían bien alto el estandarte de la excelencia académica con sus especializaciones en literatura griega y en latín. Yo enseño historia. 
    Un día Silvina descubrió Tinder. Las conversaciones con café se poblaron de más especímenes, todos locos, contrahechos, con emocionalidades tóxicas o poca aptitud para el compromiso. Fueron tiempos felices, siempre había de qué hablar y de qué reírse. Menos mal que éramos mujeres, y que nuestros hijos varones no iban a repetir las taras de los padres, porque las nuevas generaciones vienen diferentes, como todos sabemos.
    Pero bueno, tenía que pasar. Llegó Gustavo. Buen mozo, con dinero, viajado y buen amante, la enamoró y se enamoró. Silvina empezó a espaciar su participación en los encuentros a tomar café y a quedarse callada cuando le preguntábamos sobre los inevitables defectos o las esperables torpezas del nuevo amor. Tampoco parecían entusiasmarla los tópicos clásicos, Juan José, Sergio y Marcelo, nuestros ex maridos… Como fuera, ya no venía.
    El efecto sobre Mónica fue devastador. Amazona inmoderada, la más filosa y apasionada de las tres, se lanzó contra la traidora como Aquiles contra Hector. Pronto dejó de haber encuentros, y las refriegas se trasladaron a la sala de profesores. El resto del cuerpo docente y directivo de la escuela fue espectador de la más sangrienta batalla jamás vista en un ámbito así. A voces destempladas Silvina fue acusada de inculta, de poco evolucionada pedagógicamente, de utilizadora de criterios de evaluación obsoletos, de repetidora de planificaciones ya hechas, de correctora que no leía las producciones de los alumnos, de lectora poco cuidadosa de escritores argentinos contemporáneos, de enseñante de una teoría de la evolución del castellano poco pulida, y hasta de falta de buen gusto para vestirse. Silvina salía de las refriegas muda y con los ojos llenos de lágrimas.
    Yo asistí muy incómoda a esas escenas. Me encontraba con Silvina a solas, esta vez para hablar de Mónica. Después me encontraba con Mónica, que con su cuerpo delgado e hirsuto y ese gesto que desmentía la suavidad hippie de sus camisolas me ponía contra las cuerdas una y otra vez. 
    Una noche no aguanté, y me atreví a decir “Mónica, ¿no te parece que estás exagerando un poco con Silvina?” La ira viró hacia mí. Sentí como se enfriaba el aire y cambiaba la dirección del viento. Con voz baja, temblorosa y feroz me dijo “¿Vos también me vas a traicionar?” Yo contesté con voz lacrimosa y suplicante, pero no hubo caso. “Intolerante, mala amiga, exagerada, dañina, veleta, inconsistente, forra” fueron los adjetivos que fueron y vinieron a medida que la discusión se acaloraba.. Finalmente terminó con “Bueno, no la voy a maltratar más delante tuyo. La voy a maltratar cuando no estés. Detrás tuyo” Y así fue. La maltrató con dedicación y minucia todas y cada una de las veces que yo salí de algún espacio en el que quedaran ellas.
    Mónica no me habló nunca más.
    Silvina adelantó su jubilación y se fue a vivir a Europa con Gustavo. En los cumpleaños y las fiestas nos mandamos saludos.

    Y yo acá estoy, empezando a hacer las planificaciones para este nuevo año escolar que se inicia, cuidando la calidad de mi producción didáctica, evitando repetirme con años anteriores y atenta a la actualización de mis criterios de evaluación. 

MONET

    Monet me apasiona porque era un señor sensato, burgués, familiero y cuerdo, y aún así pegó uno de los saltos más formidables de la historia de la pintura. Por seguir la luz renunció a la línea, y eso me parece de una valentía feroz, como tirarse sin paracaídas. Amo su recorrido, sus descubrimientos que se nutren hasta de la vejez y el cansancio de los ojos. Y amo que haya construido un jardín como quien pinta. Querría que fuera mi papá o mi abuelo. Me da risa que haya prohibido que lleven flores a su velorio para que no las sacaran de su jardín. Adoro su tozudez pintando mil veces el montón de paja o el puentecito japonés hasta que se te incrusta en la cabeza para siempre. 
    Hay algo en las pinturas de su vejez, ese pequeño lago que refleja el cielo narrado de mil formas diferentes, que me parece que encierra una verdad. No sé exactamente cuál, pero debe ser algo sobre la alegría o la vitalidad, o de, nuevamente, la tozudez de seguir hablando de la luz hasta el último momento en que te silencia la oscuridad. 

NATACIÓN



    Me gusta mucho nadar. Me enseñaron papá y mamá cuando era chiquita y después me mandaron a un club para que aprendiera los distintos estilos. Recuerdo la pileta inmensa, los sonidos con reverberación extraña, el olor del cloro, los gritos fragmentados, el vapor... Me encantaba.
    Me enseñaron a nadar pecho, y aprendí con la velocidad y perspicacia de cualquier ranita de cinco años. Era particularmente hábil con la patada, ancha, abarcadora, casi agarrando el agua con los dedos de los pies. Como si trepara en el agua.

    Después aprendí otros estilos, pero la marca inaugural a la que volví una y otra vez es esa: zambullirme y hacer ese gesto enorme con los brazos y las piernas, abriendo el agua y sintiendo como el cuerpo se expande, se estira y se desliza. Abrazando el agua mientras el agua me abraza. Está grabado en mi memoria muscular, sucede mucho antes de que pueda pensar qué estoy haciendo.

    Hace poco retomé natación, había dejado de ir desde la pandemia. Chocha de la vida. Iba todo bien: patada de crol, brazada de espalda, corregir cómo entra la mano en el agua o el giro del torso, etc etc. Bastante bien. 
    Luego, pecho. Un trámite para mí, me sale de taquito, me dije... Pero no. Me corrigieron una y otra vez: la brazada tenía que ser chiquita y la patada como un movimiento espasmódico desde las rodillas. Los ejercicios para la patada eran sosteniendo el pullboy entre las piernas. Me quedé atónita. Me explicaron que la técnica actual es así, se nada economizando movimiento como si estuvieras adentro de un tubo.

    Señores. Frenemos un momento. ¿De qué estamos hablando? ¿Quién quiere nadar adentro de un tubo? ¿Quién, díganme, quién? ¿Cuál es la utilidad y la belleza de nadar adentro de un tubo? ¿Quién en su sano juicio prefiere un tubo a los cardúmenes, a las medusas, los caballitos de mar, los bancos de corales y las anémonas? 

    Decidí dar batalla por mi memoria muscular. Resistir. Voy a seguir nadando como rana. Pienso patalear bien fuerte para que se haga espuma y la profe no vea mis brazadas anchas. Cuando pase haciendo correcciones voy a tragar agua y a hacer como que me ahogo. Mis patadas abiertas y abarcadoras sucederán cuando la profe esté en la otra esquina. Si es necesario me encadenaré a un flota flota. Si eso sucede, amigos, por favor llevenme sandwichitos de queso y atún y sepan que no perdí el juicio, que estoy luchando para que el mundo no sea peor.

ZAPATILLAS



    Mi madre es una conversadora inteligente y sutil. Tengo largas charlas con ella acerca de los temas más diversos. Nos gusta repasar la historia, hablar de arte y de religión. Creo que con cada hija tiene sus temas específicos. Hay un tópico que nos gusta especialmente: la idea de San Agustín de lo Bello, lo Bueno y lo Verdadero como virtudes de Dios y vías para llegar a Él.
    Mamá camina mucho. Es diabética desde la infancia y se cuida concienzudamente, por lo cual sus seis kilómetros diarios son casi un modo de respirar. Al mismo tiempo, tiene sus gustos precisos e inamovibles. Para los pies, zapatitos, de cuero, Hush Puppies. Punto. Nada más.

    El tiempo y las caminatas hicieron su trabajo, y madre empezó a tener dolores fuertes en los talones. Dado su talante estoico no lo dijo por bastante tiempo, hasta que se encontró con un impedimento bastante fuerte para sus caminatas. Me lo confesó. La respuesta fue obvia: -Mamá, necesitás zapatillas. 

    Primero merodeó la idea con desconfianza. Después la desechó. Le siguió doliendo.
Finalmente tomé al toro por las astas (mi madre es un toro difícil de domar) y partimos en busca de zapatillas.
    En el primer negocio había unas zapatillas color rosa viejo. Eran específicas para caminar y tenían todas las bondades que la ciencia y el capitalismo nos ofrecen. Se las probó, caminó y se le transformó la cara. Se le notaba ese placer específico que surge de la mezcla del dolor que se va y el bienestar que llega. -Es como caminar por nubes-, dijo.

    Pero después se fijó en el color. Madre odia el color rosa (mi favorito). Con un hilo de voz preguntó si no había en otros colores, quizás azul o gris. No había.

    Fueron momentos tremendos. La vi debatirse. Caminar, mirarse al espejo. Levantar la punta de los pies, apoyar los talones con fuerza. Volver caminar. Volver a mirarse en el espejo. Toda la enseñanza agustiniana peleaba en su sistema nervioso. Finalmente lo supo: entre lo Bello y lo Bueno, elige lo Bello. Dejó las zapatillas, dio las gracias educadamente y se fue.


PARQUE NORTE

    

    Camino por el Parque Norte de Cipolletti. Adelante mío va un padre con dos hijitos, de aproximadamente 5 y 8 años. El mayor va diciendo "Júpiter, Neptuno, Mercurio..." . El padre le dice "No sabés. Decí que no sabés. No hagas como el abuelo Osvaldo que nunca dice que no sabe y dice cualquier cosa. Si no podés decir que no sabés no vas a tener lugar para aprender" El mayor se queda callado, y entonces el chiquito decide presentar armas por el honor del abuelo Osvaldo: "Venus, luna, sol" es lo último que escucho mientras los paso.

    Una mujer camina con agilidad, en dirección contraria a la mía. Tiene ropa deportiva oscura, un colgante con forma de media luna y la boca sorprendentemente pintada de rojo. Cuando paso al lado siento un leve olor a perfume.

    Más adelante me cruzo con una pareja joven. Él está diciendo "A ese pibe ya se le ve la cara que va tener a los 18 cuando esté preso" La chica le contesta "No seas malo, tiene cinco años". "Igual", contesta. Su tono revela que no está diciendo una humorada. No hay risa ni simpatía en su voz, solo está hablando del futuro.

    La mujer de los labios rojos vuelve a pasar. Esta vez noto su media sonrisa. Camina sonriendo leve pero indiscutiblemente. Me fijo si tiene auriculares, quizás está hablando por teléfono, o escuchando música. No. Me pregunto para quién serán los labios rojos, el perfume y la sonrisa.
Siguen las vueltas.

    La cuarta vez que la cruzo, la mujer ya tiene el buzo atado en la cintura y el porte menos elegante. En proporción inversa, su sonrisa ya no es leve. Es amplia, de oreja a oreja. Esa mujer se divierte consigo misma, y es contagiosa.

    No pude evitar decirle que tenía una sonrisa muy linda.

GATITA



Cierro los ojos, es la mañana y tengo fiaca. Inmediatamente el sonido toma el lugar de las imágenes, y empiezo a escuchar mi casa. El ruido confiable y benevolente de la heladera, voces lejanas de hombres que hablan de maderas y construcciones, el motor de algún auto que pasa por la calle. Algunas gotas empiezan a marcar un ritmo en el techo, porque está empezando a llover. No se oye el murmullo habitual de los pájaros, solamente trinos aislados, que parecen avisar la posibilidad de una tormenta. En medio de este bosque de ruiditos hay algo que me gusta muchísimo, un silencio. Es mi gata Agua, que está acá al lado mío. Llegó despacito, como siempre, se acomodó y su peso leve hundió infinitesimalmente el almohadón del sillón. Está ahí. Sé que le gusta escuchar mi respiración y el rasguño leve de la lapicera contra el papel, la adormecen. La gatita dormida es un silencio tibio dentro de otro silencio. Cómo me gusta. Es notable cómo algo tan chiquito y silencioso puede estar tan presente. 
Me gustaría saber acompañar así a la gente que amo. Solamente estar, sin gritos, sin alharaca, sin dudas. Suavecito. Presente. Estar ahí, nada más que para estar. Estar, casi sin ser.  

LENTITUD



Peregriné hasta encontrar la tumba de mi hermano. Me llevó tres años. 

Viajé a Viedma, al archivo del dario Río Negro, buscando la fecha en las necrológicas de aproximadamente ese mes, ese año. Todavía no había internet, o no estaba a mi alcance.


No podía recordar. Quién sabe por qué, tampoco podía preguntar.

Encontré la fecha.

Después de un año, pude buscar el teléfono del cementerio. 

Varios meses después, llamar. Me dieron números y letras que designaban un lugar. 


Ese día caminé no más de cien metros. Los cien metros más lentos, más lentos, más lentos que caminé en mi vida. Encontré un túmulo de tierra seca, sin nombre. Al lado, la tumba de Francisco Flores, a quien agradecí que lo acompañara con ese nombre perfumado. Me llevé una piedrita.


Cuando volví me acosté, o más bien me encerré dentro de una hamaca paraguaya y me quedé ahí el resto del día, inmovil dentro de ese capullo flotante.


Fue una peregrinación hecha de inmovilidades sucesivas. 


Fui como la tortuga de Quiroga, pero en mi espalda no llevaba a un hombre herido, llevaba a mi hermano muerto.




Fucking Antígona.

LA PELEA

     Las cosas se pusieron mal abruptamente. El trío de amigas, Silvina, Mónica y yo, habíamos disfrutado de un paraíso de amistad que se re...